domingo, 27 de diciembre de 2020

Cena silenciosa


 

—Hola —ella parecía algo desorientada, como superada por una situación que no se le había planteado hasta aquella noche—si quiere puede sentarse aquí, a mi no me molesta. Es mejor que marcharse sin cenar o esperar en la puerta.

—No quisiera ser una molestia, pero… —miró de soslayo hacia su mesa de cada noche, justo frente a la mía—, tiene usted razón, aceptaré su invitación.

La observaba durante cada cena desde hacía casi dos meses aunque nunca habíamos cruzado una palabra, alguna mirada incómoda que retiramos con rapidez. Al menos no abiertamente. Llegaba puntualmente, silenciosa, solo cinco minutos después de que yo me acomodase, justo cuando el camarero me servía una bebida para hacer tiempo. Cuatro días a la semana durante muchas semanas. Ya se había convertido en un hábito asentado. Dicen que con 21 días basta para afianzar un cambio de costumbres y ya habían transcurrido muchos más. Absurdamente era parte de mi vida durante casi una hora cada día de lunes a jueves.

—Disculpe señora, como no tiene la mesa reservada no podía estar seguro de que fuera a venir también esta noche y se nos ha llenado el local más de lo habitual —el camarero se excusó con ella mientras le servía una copa de vino blanco bien frío y unas aceitunas negras. Ella aceptó la disculpa con discreto giró de la cabeza que acompañó con un parpadeo pausado mientras fruncía levemente los labios. No era muy habladora. Solo había escuchado su tono de voz, susurrante, mientras pedía su cena, pero estaba tan decidida a no molestar que sería incapaz de reconocer su timbre en cualquier otro lugar.

Solicité al camarero que pidiera a la cocina que retardase la salida de mi cena para acompasarla con la de ella. Me parecía poco educado empezar a comer mientras mi acompañante se quedaba mirando. Y tampoco estaba dispuesto a tomar la cena fría. Una cosa es la cortesía y otra ingerir los alimentos fríos. —Gracias— se limitó a decir ella con una sonrisa modosa que se esfumó al posar los labios en la boca de su copa. Me pareció que ese gesto le permitía esconderse y no tener que decir más palabras.
 
Decidí no molestarla, no quería que pensase que había cometido un error al aceptar mi invitación a sentarse, o que escondía alguna intención más allá de ser amable con una compañera de cenas solitarias. 

Tras casi un minuto en el que ambos buscábamos con ansiedad un lugar en el que estuviera justificado fijar la mirada sin parecer perturbados, no encontré nada aceptable. Habíamos utilizado el recurso de beber tantas veces en estos 60 segundos que nuestras copas estaban casi vacías. 

—Si no queremos salir de aquí borrachos quizás deberíamos buscar algún tema de conversación. Podríamos comenzar por presentarnos— le dije tratando de parecer simpático. Algo de gracia le hizo el comentario, porque soltó la copa y me dijo que se llamaba Soledad. Mi comentario no estuvo a la altura en ese momento. —es un nombre bonito, pero siempre me pareció algo triste, como de señora mayor. Bueno, perdón, no quería decir que me parezcas mayor, ni que seas triste, solo fue.. una torpeza. Yo me llamo Javier.

Soledad parecía divertirse, ahora de verdad, gracias mi don patoso. Es una cualidad que me ha acompañado siempre en los pasajes de mi vida en los que más incómodo me podía resultar. —Tengo una extraña capacidad para meter la pata en situaciones  embarazosas y soy capaz de convertirlas en momentos inolvidables para mi, hasta el punto de que después, el simple recuerdo del momento, me hace sonrojarme. Me temo que esta presentación va a estar en un lugar privilegiado en mi libro Consejos para estropear una cita, … eh, perdón, no quería insinuar que esto sea una cita. Está claro que no, verdad. Ha sido una casualidad. No vayas a pensar otra cosa. Joder. 

El camarero, quizás intuyendo que estaba a punto de provocar un desastre, se acercó, algo compungido a la mesa que circunstancialmente compartíamos Soledad y yo esa noche. —Me van a tener que disculpar otra vez. Tanta afluencia nos ha saturado y me dicen en cocina que van a tardar un poco más de lo habitual. Quería avisarles. Disculpen los señores.

—No se preocupe—contestó animada Soledad, —me estoy divirtiendo mucho, tanto que, ya que vamos a esperar un rato más, le voy a pedir que me traiga otra copa de vino. Tú quieres otra Javier —ofreció. No estaba seguro de cómo interpretar aquella reacción de mi silenciosa compañera de mesa. Se estaba divirtiendo conmigo, o mis meteduras de pata le parecían graciosas. Me acababa de tutear. Y bueno… —sí, por favor, yo también tomaré otra copa.

...

No fue necesario esperar mucho tiempo para comprobar que la pretendida relajación de mi ocasional compañera de mesa, el inesperado tuteo y el reconocimiento de que, de algún modo, se estaba divirtiendo, no habían sido sino un espejismo. Nuestro camarero favorito volvió a llenar su copa. Yo sabía que a ella le estaba sirviendo un vino de la región del Bierzo, Valle del Cúa. Me había costado varias cenas y una consulta a google descifrar la marca, por lo intrincado de la tipografía de la etiqueta. La habitual distancia entre nuestras mesas hacía muy compleja la labor. 

Encontrar una botella de este vino resultó una tarea inesperadamente compleja, la fortuna me sonrió en una superficie comercial cuando ya había abandonado la búsqueda. Era lo único que ella bebía y quería conocer más sobre su gusto, pero no podía pedirlo en el restaurante. Creo que ella era la única aficionada a este vino. Me ofreció probar el mismo caldo del que ella tomaba dos copas cada noche, de lunes a jueves. Con un gesto le indiqué al camarero que sí, que tomaría también una copa del vino de Soledad. Al fin y al cabo incluso había visitado virtualmente Valtuille de abajo, el pequeño pueblo en el que se elaboraba y no me iba a sorprender.

Con las copas llenas levanté la mía y ofrecí un brindis por el azaroso encuentro. Ella sonrió y chocó su copa con la mía. Y entonces se repitió el instante que me había mantenido atado a ese restaurante de barrio durante. Sabía que su boca estaba recibiendo un vino fresco, con mucha fruta y un toque floral mezclado con un punto mineral, muy típico de la Mencía. Sabía que cerraría los ojos durante varios segundos, como si el sabor de ese vino la transportara al lugar donde reside la nostalgia. Guardaba el vino en la boca durante esos mismos segundos. Solo cuando lo dejaba pasar por su garganta volvía al mundo real.

Decidí que su tuteo anterior me concedía permiso para relajar también el tratamiento de cortesía. El vino era una oportunidad de conversar y romper el silencio que hacía un rato nos había separado. —Es un vino muy agradable, sencillo y agradable. —aventuré en busca de una respuesta de Soledad.

Ella pareció sorprendida por mis palabras, quizás molesta, como si hubieran roto la magia del instante que estaba disfrutando. Mantenía el codo apoyado en la mesa, y la mano a la altura de su barbilla, afilada, sujetando aún la copa con solo tres dedos, con una delicadeza extrema. Sus labios permanecían sellados reteniendo los sabores del vino en el paladar, en la lengua, en la nariz. Parpadeó lentamente, con desgana, y sonrió —la uva del Bierzo es terciopelo de los bosques de León. —Soledad dejó la copa delante de su plato vacío y se llevó el índice de su mano derecha a los labios siseando, —no rompas el silencio de la naturaleza, Javier.

Desde que había empezado a observar, discretamente, a mi compañera de cenas, tenía claro que no era una conversadora incontinente, aunque su manejo de la palabra estaba lleno de poesía. Pero, qué quería decirme con eso de escuchar el silencio de la naturaleza. Acaso mi deseo de restar incomodidad a la cena buscando algún tema de su interés sobre el que conversar le había impedido disfrutar de su placer nocturno. El pecado original no era mío, sin duda, pero había contribuido a romper la magia de su cena.

El camarero volvió a aparecer para sacarme de aquella situación algo violenta. —disculpen el retraso. —repitió, sabedor de que dos clientes habituales quizás debieran haber recibido un trato más adecuado. Ambos asentimos sin decir palabra. Una sopa caliente había sido la elección coincidente de ambos. —Qué aproveche. —me atreví a decir considerando que la educación aún debía mantenerse por encima del silencio. Soledad lo agradeció, pero no rompió su silencio. Comía despacio, con movimientos muy ensayados, una coreografía repetida noche tras noche. Gozando de las sensaciones que cada bocado le producía. No se alimentaba por necesidad, disfrutaba. 

El calor de la sopa debió invadir su cuerpo y se levantó para quitarse la chaqueta y colocarla en el respaldo de su silla. El silencio iba a ser ahora mucho más sencillo para mi. Me bastaría con observar sus movimientos durante la cena sin tener que decir nada. Ella disfrutaba de su cena, del vino, yo gozaba de la posibilidad de observarla frente a mí, más cerca que nunca. Soledad, acalorada, abrió un botón más de su blusa y me miró sonriente. No parecía importarle que la mirase. 

...

La visión de la curva de su pecho a través de su camisa entreabierta fue un latigazo en mi cabeza. Una vaharada de bienestar subió hasta mi centro del placer. La sopa se transformó en un caldo aterciopelado que me acariciaba la garganta y se internaba en mi organismo invadiendo cada vaso sanguíneo hasta explotar en los poros de mi piel con un escalofrío. Soledad pareció notar las explosiones que me recorrían y se concentró, ahora sin tener que soportar mis interrupciones, en la copa de vino que había abandonado mientras disfrutaba de la sopa.

No fui consciente de que estaba imitando sus movimientos. Solo tomé mi copa con suavidad y gocé absurdamente del tacto del cristal entre las yemas de los dedos. El vino se desbordó en mi boca saltarín, alegre como un riachuelo que se abre paso entre alisedas. Lleno de sabores de bayas rojas que explotaban derramando sus jugos dulces y ácidos en mi lengua. Recio de minerales. No quería dejar que aquel manantial de sensaciones desembocase pero la impaciencia por disfrutar de su recuerdo me ganó. La memoria de ese primer trago fue la más intensa de mi vida.

Soledad solicitó la presencia del camarero. —Hemos decidido que la cena de hoy sea más frugal de lo habitual. Sería mucho problema anular el segundo plato y traernos la cuenta. Ya no necesitamos más comida—. El camarero, algo sorprendido y azorado, preguntó si la sopa no era de nuestro gusto, volvió a disculparse temiendo que la situación vivida fuera causa de la ruptura abrupta de nuestras relaciones con el restaurante. Nos comunicó que esta noche invitaba la casa, —por las molestias causadas a dos de nuestros mejores clientes.— Ella agradeció el detalle y yo sonreí sin saber aún qué había sucedido para que mi casual acompañante diera por terminada la cena de esta manera. Soledad rozó levemente con su mano izquierda la copa que yo aún sostenía apoyada en la mesa. —Vámonos, no tomes nada más y sigue en silencio.

De alguna manera sentí que lo que ella decía era lo adecuado. No había que alargar el momento. Nada de lo que viniera en adelante podría superar la excitación que me había provocado el vino, guiado por su silencioso ejemplo. Nos levantamos y nos despedimos del camarero con la promesa de un —gracias, hasta mañana— que quizás no tranquilizó al hombre pero al menos le obligó a una despedida sonriente y esperanzada. Lo cierto es que no sabía si iba a volver. En realidad no sabía nada en ese momento.

Soledad me invitó a sentarme en el sillón. El salón de su casa, decorado por un talibán minimalista, se contradecía con la presencia de dos sillones orejeros enfrentados. No había pantalla a la que mirar, solo al sillón opuesto. El piso no parecía excesivamente grande. Se internó en la oscuridad de un pasillo que se me antojo breve y la escuchaba trastear mientras aguardaba su regreso. La luz tenue parecía proceder del exterior. Desdibujaba los colores y las líneas de luz se abrazaban con las sombras. Soledad volvió con dos copas de licor, sin hielo. Ron, dijo, con unas gotas de agua, y se sentó en el orejero frente a mi. Callada. 

Cerré los ojos y llevé el vaso a mi nariz para sumergirme en el mar Caribe, bañarme de cacao y vainilla, de café y madera. Sentía los aromas en orden, sin atropellos, esperando su turno para penetrar en mis sentidos abiertos. Pensé apartar la copa pero caí en la tentación de probar y noté su densidad tostada en mi boca. Los sabores dulces y alcohólicos. Abrí los ojos para agradecer la experiencia a Soledad pero ella no me veía.

Había levantado su falda, las piernas abiertas, una de ellas apoyada sobre la mesa. Su mano derecha frotaba su sexo, en la boca entreabierta se entrecortaba el aire, la cabeza inclinada se apoyaba en el respaldo estirando la piel de su cuello mientras la mano izquierda apretaba el pecho que escapaba de la camisa ya abierta sin rubor. Gemía imperceptiblemente. Durante unos segundos pareció recordar mi presencia y con la mirada me indicó que debía seguir imitándola. 


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